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22 de abril de 2013

Conversación en el parque



Mi prima y yo -ambas de diez años- observábamos un día, desde el parque, la punta de la iglesia de Coronado. Recordé que la tía del esposo de mi madre tenía acceso a la torre de la iglesia y le dije a mi prima:
-La tía de Mario es la señora que toca las campanas y ella puede subir hasta la punta. Le voy a decir que me lleve un día... y a usted no.

-A mí que me importa. El día que logre subir va a ser para suicidarme.

Desde ese día dejé de ver la iglesia como el lugar con piso lindo y candelabros elegantes donde mi abuela me llevaba los domingos. Aprovechaba cada oportunidad para entrar sola a la iglesia, cuando estaba vacía y me iba morbosamente a mirar al Nazareno, quería asustarme y me retaba por cuánto tiempo podía quedarme frente a él. Lo mejor de todo esto es que las señoras que me veían mirar fijamente las imágenes pensaban que yo era una dulce niña muy creyente y me lanzaban miradas de ternura, que siempre me hacían sentir culpable de profanarles su lugarcito.

Miraba las puertas de la torre, imaginando cómo mi prima se las ingeniaría para subir y cometer su acto suicida. Cómo la admiré en ese tiempo.
 Ahora yo subo a la torre de la iglesia en mayo, cuando la abren a todo el público, y me emociono con la historia del obrero que heroicamente dio su vida a cambio de poner unas vigas que hoy no tienen uso alguno.

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